Tipologia del contenido:
Memoria viva
Autores:
Cervidor
Ciudad:
Callús
País:
España
Descripción: 

Recordando los años cincuenta en las calles de Manresa

En algunas plazas céntricas de Manresa... En algunas plazas céntricas de la ciudad, como la plaza Mayor, la Plana del Olmo, la plazoleta Calcina, había puestos de mercado por las mañanas. La plaza Mayor era el mercado más importante, venían labradores de la comarca con sus cestos para vender lo que habían recolectado el día anterior. También había puestos que vendían conejos y aves de corral, otros de quesos, la más importante regida por unas hermanas que les llamaban las “Toves” por su manera de actuar un tanto apocadas, paradas de galletas, el Reverter, y una muy grande que era del Rey de las Aceitunas a la entrada de la calle Sobrerroca. En la Plana del Olmo recuerdo que sólo había labradoras con cestos grandes llenos de verduras tiernas. La gente pasaba por entre dos hileras de paradas en dirección a la calle de San Miguel o a la calle Vilanova. En aquel tiempo y por la mañana no pasaban coches, tan sólo alguna bicicleta y cómo que no existían todavía las neveras, era muy normal que las mujeres de la casa fueran cada día a comprar para hacer la comida. En la Plazoleta Calcina había muy pocas paradas. Cada día había una de fija y los sábados había alguna más, de vendedores. La parada fija era de conejos y de aves de corral. Estos animalitos los sacrificaban allá mismo delante de la gente. Los pollos se los ponían bajo el brazo derecho, con una mano se los aguantaban la cabeza por la cresta y con el otro se les hacía un corte en el cuello, dejando que se desangraran recogiendo la sangre en unos pequeños vasos de aluminio que después venían esta sangre cuando ya se había coagulado. Los conejos los colgaban de un gancho por una pata del detrás cabeza abajo, les hacían un corte al cuello con un cuchillo y los dejaban que se desangraran. El animal mientras moría iba pataleando convulsivamente mientras todos los niños que pasaba se paraba y la mayoría en silencio contemplaban la agonía del animal, alguna vez alguno podía preguntar “¿y no le hacen daño?” cosa que a los mayores o a la madre les costaba contestar. En verano en esta plazoleta se montaba una gran parada de sandías y melones. La construían de cajas de madera de las que transportaban los melones y las sandías y por sobre, la tapaban con un toldo de camión. Estas frutas se venían enteras o a cortes. Si las comprabas enteras las dejaban lo que se llamaba, tachar, que era hacer un cuadrado con el cuchillo para extraer una muestra de su interior y poder comprobar, si te gustaba te la quedabas y si no, cogías otra. Cómo que esto se daba en verano, los meses de más calor, buena parte de las moscas de Manresa se encontraban en este rincón. El sábado después de que mi madre hubiera terminado de trabajar, nos íbamos a comprar a la plaza Mayor. Era muy divertido. Las vendedoras hablaban muy fuerte e increpaban a las mujeres ofreciendo su mercancía para que compraran. En invierno con bidones vacíos hacían grandes hogueras para calentarse, y en su alrededor solían agruparse los hombres que acompañaban a las vendedoras y que eran los encargados de transportar, haciendo de mozos, la carga con carretillas. Se iba a comprar con algún capazo y con tela de hacer fardos que era un gran pañuelo de pequeños cuadrados de color rojo parduzco, marrones y negros. A los niños, en algunas paradas, se los solía obsequiar con alguna fruta, alguna oliva o con un pequeño trozo de queso. Las mujeres se encontraban con sus amigas y conocidas y se paraban a charla y cuchichear, lo que resultaba que se tardaba mucho rato a hacer la compra y solía ser muy cansado para los niños. Los lunes llegaban al mercado la gente de las cercanías de Manresa. Por la mañana hacían la compra de la semana, proveían de pan y cuando tocaba compraban la ropa. Por la tarde los hombres solían ir a hacer el café y el puro en el Paseo, normalmente en el quiosco del medio y en un restaurante llamado “la Gàbia” donde se hacían las transacciones comerciales de animales grandes como cerdos, vacas, terneros, caballos. Por la influencia que tenían los diferentes mercados, las tiendas principales de ropa se encontraban en la calle del Borne. La tienda de ropa de hombre más importante en aquel tiempo era Casa Tuneu que solía proveer de trajes a la mayoría de hombres de la comarca. En el escaparate de esta tienda, como reclamo comercial, solían poner un simpático muñeco mecánico que iba dando con el pie rítmicamente en el vidrio y así llamaba la atención a los transeúntes que pasaba por la calle para que se dieran cuenta de los vestidos que había expuestos en unos maniquíes todos muy serios. Cuando llovía, las tiendas que venían paraguas abrían uno y lo colocaban en el exterior, en el escaparate, para avisar que en este establecimiento se venían estos utensilios para resguardarse del agua. El pan se vendía a peso y para ajustarlo, se ponía lo que se llamaba la “torna”, que era un trozo que adicionaban a la pieza, barra o redondo, para acabar de hacer el peso. Muchos niños eran los encargados de ir a buscar el pan, y por el camino de vuelta en casa, algunos iban comiéndose la “torna”. Muchas tiendas tenían olores característicos que permitían ir con los ojos tapados por la ciudad, y en todo momento poder saber dónde te encontrabas. En Casa Boixeda, en la esquina de la calle Urgel y la calle Cirera se olía a lápiz, enfrente había una tienda llamada el Barco, donde se sentía el olor a especies y cajas de cartón. Por cierto, que la calle Cirera, tenía el mismo nombre de un burdel que había en mitad de la calle. No se sabía muy bien si la casa había tomado el nombre de la calle, o la calle el de la casa, no obstante el dueño de este burdel lo llamaban el señor Cirera. También en la calle Urgel había un establecimiento llamado la Clavellina que llenaba todos los alrededores de un olor buenísimo de café tostado. Las panaderías hacían un olor húmedo de pan caliente sobre todo por la mañana y las pastelerías de mantequilla recalentada. En Casa Vives en la calle Santa Tomás, cómo que había unas grandes botas de vino que llegaban casi al techo, se olía a madera mojada con vino. Al final de esta calle de Santo Tomás cómo si quisiéramos ir a la plaza Santo Domènec –en aquella época mucha gente le decía Domingo por miedo a la represión franquista-, había un almacén de aceites, Casa López Jabonero que llenaba toda aquella zona de olor a aceite de oliva rancio. Las drogarías como Casa Jaume en la Plana y también la de la Plaza Mayor tenían su olor característico de barniz mezclado con olor a pinturas al yeso. Las tiendas grandes de ropa como Casa Tuneu y Casa Jorba olían a ropa nueva pero mezclada con un olor que desprendían unas luces grandes colgadas del techo que funcionaban con carburo que se prendian cuando había restricciones de electricidad. Las mismas estaciones de trenes, la de los trenes nacionales Renfe, la de Manresa Alta y Apeadero, que se encontraba entre la calle Guimerá y la calle Saclosa en el lugar donde ahora hay un aparcamiento público, olían a carbón de piedra y a humo. En la esquina de la calle Campanas y la calle San Francisco había un bar, Casa García, que estaba presidido por una gran cabeza de toro bravo, donde quedabas embriagado de un olor maravilloso de calamares a la romana. Recuerdo que ante este bar en la plazoleta que hay frente la puerta de la iglesia de San Francisco se hacían grandes partidos de pelota, como también se hacían en la plaza Clavé o la plazoleta Calcina. La característica principal de estos encuentros era la pelota, todo de trapos ligados con cordeles remendados, que muchas veces se desataban en mitad de la competición. El niño que tenía una pelota de verdad, podía ser el amo del barrio. Podríamos seguir hablando de olores que llenaban la ciudad y que la hacían más viva, como por ejemplo las fábricas de tejidos como Casa Pere Perera o Casa Manubens que se sentía olor a aceite de máquina, o en la plazoleta Calcina que había el pintor Olivet que pintaba coches a pistola en medio de la calle. Seguro que toda esta mezcla de olores y aromas no se pueden apreciar ahora debido a la contaminación producida por los coches y al recordarlo, nos llena de nostalgia de aquellos tiempos. Era una época muy uniformada. Por la manera de vestir podías saber en qué escuela iba el niño o la niña y muchas veces esto indicaba el poder adquisitivo de la familia a que pertenecía. Había escuelas, sobre todo de monjas que eran de niñas, que tenían el uniforme de cada día y el de domingo. Todos eran de color azul oscuro o gris como el color político de aquella época. En el Renaixença que en aquel tiempo se decía “Grupo Escolar Generalísimo Franco”, se intentó introducir en los niños un uniforme de color azul oscuro, pareciendo al color de las camisas de los falangistas, que no tuvo mucho éxito dado el poco poder adquisitivo de las familias de los que iban. Los niños de la escuela los Hermanos, llevaban batas blancas con unas rayas azules, una de más gruesa y otra de más delgada que los diferenciaba de los del Renaixença y también del poder adquisitivo de las familias. Los jóvenes cuando salían del trabajo al anochecer en el verano, solían ir cuando podían a pasear, si era día de entre semana, a la calle del Borne, y si era domingo en el Paseo. Se circulaba siempre por la derecha y cuando se llegaba a un extremo se giraba y sin dejar la derecha, se volvía atrás. Las chicas iban en grupos solas y los chicos también. Cuando se cruzaban y se conocían se saludaban y entre los grupos se hacían los comentarios que muchas veces se acompañaban de risas y cuchicheos. Cuando un chico o una chica encontraban un pretendiente y salían juntos se dejaba de ir a pasear al Borne o al Paseo. Estos lugares solían ser sólo para poderte saludar con el chico o la chica que te gustaba y mirar de establecer alguna otra relación más comprometida.